Este crimen es el más reciente episodio de una cadena de homicidios de dirigentes y activistas campesinos en Guerrero.
Da la impresión, en cambio, de que los inveterados cacicazgos guerrerenses y otros poderes fácticos han decidido emprender una nueva guerra sucia contra las expresiones de resistencia y organización popular locales. La incapacidad de las corporaciones oficiales de seguridad pública de garantizar la vida de las víctimas, y el hecho de que los asesinos gocen hasta ahora de impunidad, obliga a preguntarse si en esa alianza no participan estamentos del poder público.
Sea como fuere, a las viejas condiciones de marginación, desigualdad y pobreza, a los conflictos agrarios, a los efectos del estancamiento económico actual y al paso de los meteoros que anegaron buena parte del estado en octubre pasado ha de agregarse una nueva ofensiva criminal de sectores no identificados en contra de las organizaciones populares que han sido y son el único instrumento de defensa de comunidades y regiones para hacer frente a la crisis, al abandono oficial, a la devastación causada por fenómenos naturales y a la creciente inseguridad causada por los enfrentamientos entre bandas delictivas y las fuerzas del orden.
Previsiblemente, los atentados mortales contra dirigentes y activistas de tales organizaciones contribuyen a agravar la explosividad social causada por los factores enumerados. Es impostergable que las autoridades federales, estatales y municipales se deslinden en forma inequívoca de esta nueva suerte de guerra sucia –cuyos referentes ineludibles son las cruentas campañas represivas organizadas en la entidad por los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, así como las masacres de campesinos perpetradas durante el sexenio de Ernesto Zedillo– y empeñen su voluntad política en desactivarla y en identificar, localizar, capturar y presentar ante los tribunales a los presuntos asesinos materiales e intelectuales.
FUENTE: La Jornada